viernes, 10 de febrero de 2012

COLUMNA

Muertes violentas

Apolinar Castrejón Marino

Cuando vemos en el periódico o la televisión a nuestros compatriotas asesinados, mutilados y despedazados, ya no nos sorprendemos ni nos escandalizamos tanto.  
No es que hayamos perdido nuestra capacidad de asombro, sucede que las muertes violentas han sido frecuentes a lo largo de la historia de la humanidad, y solo varían los instrumentos de muerte. Steven Gunn, un historiador de la Universidad de Oxford se puso a desempolvar informes forenses de la época en que estaba en el trono la Casa de Tudor en Inglaterra. Sus investigaciones revelaron casos de muertes curiosas, extrañas y en ocasiones, estúpidas.
Pero también encontró uno que pudo ser origen del pasaje de la obra Hamlet del dramaturgo William Shakespeare, en la cual Ofelia, la novia del Príncipe Hamlet murió al caer al río desde un sauce al que se había subido imprudentemente.
La historia inglesa también recuerda que los osos eran parte del entretenimiento de los ricos y nobles. Enrique VIII tenía su propia arena construida en la zona que ahora alberga las oficinas gubernamentales en Londres.
Había osos amaestrados para el espectáculo y otros se mantenían encerrados para la sangrienta diversión en la que ataban a un oso a un poste y soltaban los perros de caza para que los destrozaran. Algunas veces, los osos escapaban de su cautiverio y se ocultaban donde podían. Agnes Owen, de Herefordshire, condado occidental británico, murió en su cama al ser arrollada por un oso en plena fuga, y una viuda llamada Sofía Rapté murió al ser atacada por el oso fugitivo de Lord Bergvenny, cuando ella bajó al sótano en donde se encontraba oculto.
Pero los animales asesinos no fueron castigados con la muerte, como es de suponer, sino que fueron puestos bajo custodia, quizá porque valían 26 chelines, lo que equivalía a unos seis meses de salario de un obrero.
El tiro al blanco era un peligroso pasatiempo, tanto para los participantes como para los espectadores.
Steven Gunn encontró informes forenses de 56 muertes de gente que se había parado demasiado cerca del blanco o que escogieron un mal momento para caminar en el campo de tiro.
También hubo casos de mal criterio. Una tarde de junio de 1556, Thomas Curteys de Bildeston, Suffolk, estaba practicando tiro al blanco, cuando se le ocurrió invitar a otro arquero llamado Richard Lyrence a que intentara atinar a su sombrero con una flecha.
Lo lamentable es que el Sr. Lirence era muy mal tirador. Los forenses incluso anotaban la profundidad de las heridas.
El nada deseable récord lo alcanzó Nicholas Wyborne, quien estaba recostado en el césped, cuando una flecha que caía se le enterró en el estómago a una profundidad de 15 centímetros. Como muestra de las maravillas del progreso científico, hay registros de que en 1560 las armas de fuego provocaban más muertes accidentales que las flechas.
La primera vez que un tribunal forense tuvo que reconocer el novedoso problema de muerte por disparo accidental fue cuando el caballo del Duque de Norfolk tropezó en el camino a Tottenham, el arma del noble se disparó y mató a un sirviente. Pero el lugar de las armas en el ordenamiento social solo quedó establecido cuando un empastador de libros francés llamado Peter Frenchman estaba haciendo disparos hacia un árbol.
Una mujer en de apellido Welton que era sorda, no se percató del ruidoso «deporte» y murió al atravesarse caminado frente al arma cuando era disparada. En 1552, un noble caballero en Welbeck de nombre Henry Pert, tensó su arco al máximo con la idea de disparar directo al cielo.
La flecha se atrancó en el arco, y cuando Pert se inclinó para examinar la fuerza de la cuerda, la flecha se liberó. Tiro perfecto, el hombre murió con una flecha clavada entre los ojos.

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