lunes, 24 de febrero de 2014

COLUMNA

Cosmos


Héctor Contreras Organista

Víctor Hugo Portillo López


-Primera Parte-
Después del saludo y la amena charla que tuvimos días antes y atendiendo la petición que le hicimos, el señor licenciado Víctor Hugo Portillo López nos recibe una tarde de febrero de 2014 en su despacho localizado en la esquina que forman las calle de Abasolo y Amado Nervo.

Anticipado nuestro propósito de lograr una entrevista con él para conocer detalles de su vida, accedió con generosidad. Nos conocimos cuando trabajó para el gobierno del estado en la entonces Dirección de Tránsito del Estado en los años 70. Llegó a escalar importantes cargos públicos. Si se habla de Víctor Hugo Portillo López, se está hablando de una persona seria, respetuosa y amable. De un abogado profesional y humanitario que demuestra en los hechos esas virtudes:
Brinda asesoría jurídica gratuita a las personas de escasos recursos que lo solicitan, y lo hace en coordinación con nuestros medios: LA CRÓNICA/Vespertino de Chilpancingo y el semanario EL MATUTINO que circula los lunes y con cada vez mayor número de lectores y que dirige nuestro apreciado y valioso compañero periodistas Javier Francisco Reyes.  
“Te puedo comentar que soy el cuarto hijo de mi madre, somos nueve: cuatro hombres grandes, el cuarto yo; luego una mujer y luego otros cuatro hombres ya de otra relación de mi mamá. Por cuestiones de la vida a mí no me tocó conocer a mi papá, a mis otros hermanos sí, desconozco y hasta la vez no entiendo por qué nunca le interesé a mi padre después de nacido, porque vino la separación con mi mamá y jamás se ocupó de nosotros, de tal manera que la figura que yo tengo de presencia en mi vida es nada más la de mi madre, desde que me engendró, nací y siempre me crié junto a ella.
Desde muy pequeño comencé a acompañarla porque mi madre practicaba la medicina y derivado de eso andábamos de pueblo en pueblo, en aquél entonces se utilizaba mucho el trueque. Comenzábamos por aquí en El Miraval, La Laguna, Los Morros, El Naranjo, Chichihualco, puebleando, levantándonos muy temprano. Tengo imágenes de esa actividad con mi mamá. Era su compañero y viajábamos de un pueblo a otro. Llegábamos a alguna casa, nos daban posada y nos permitían pasar la noche, acostarnos en el suelo, en un petate. Permanecíamos tres o cuatro días en una población, mi mamá atendía sus enfermos, recetaba la medicina, luego íbamos a Iguala a una farmacia que se llamó ‘La Popular’, a surtirnos y regresábamos a otro pueblo. Muy temprano me levantaba y teníamos que transportarnos en caballos o en burros, y aprendí a sostenerme en la silla de esos animales, a pesar de mi corta edad. Muchas veces nos levantábamos a las tres de la mañana para trasladarnos a otro pueblo y veía la luna cómo nos iluminaba, y luego bajando, atravesando el río, uno de aquí de El Naranjo, cómo se reflejaba la luna en el agua. En otras ocasiones subiendo y agarrándose de lo que nosotros conocemos como cabezada de la silla. El animal a veces media la distancia para dar otro paso y sostenerse de lado o de frente o para atrás, y siempre anduve con mi madre.
Después comenzamos a andar en los campamentos a partir de Puentecillas, un aserradero que había arriba de Filo de Caballos y permanecíamos viviendo en esos campamentos. Después avanzábamos a otros: El de Yerba Santa, Cruz de Ocote, Agua Fría, El Tigre, que por cierto de esa población tengo un recuerdo muy fresco y que lo aplico. Ya para esas ocasiones nos andábamos transportando en los camiones de plataforma, los troceros, dado que este señor Sanromán por muchísimos años explotó lo que es la Sierra Madre del Sur y nos adentrábamos en poblaciones inhóspitas donde difícilmente entraban los rayos del sol al piso, por la altura de los árboles. El follaje no permitía ver a mucha distancia. A las cinco de la tarde ya había niebla, no se podía ver a una distancia de dos metros, y como mi madre iba en las avanzadas de los trabajadores cuando se iba a establecer otro aserradero, porque ella era la médica particular de los trabajadores que se accidentaban o se enfermaban, llegábamos simultáneamente con los trabajadores que iban a desmontar, a limpiar y a establecer un aserradero. Permanecíamos por mucho tiempo, y recuerdo que en ese aserradero y campamento de El Tigre, le llamaban tigre porque hacía honor a su nombre. De tal manera que nos construían casas, porque eran muchos trabajadores de avanzada, y una para madre, y recuerdo que cuando eran como las cinco de la tarde, por la niebla espesa teníamos que refugiarnos en la casa, no tanto por la niebla sino porque cuando ya estaba oscureciendo llegaba el tigre y comenzaba a arañar las tablas de la casa. Entre la separación de una tabla y la otra, en la rendija, por ahí arañaba. Mi mamá me abrazaba y veía yo al tigre cómo se paraba y arañaba las tablas y cómo rugía. Entonces, desde muy pequeño comencé a enfrentarme al miedo, eso no significa que yo sea valiente, simplemente no había otra opción.
También eso me sirvió para tener los sentidos muy alerta. Cuando viajábamos en camión había que sujetarse por los brincos. Si se dormía uno se fuera a caer. Y así anduvimos muchos años. De ahí nos fuimos a Agua Fría. Yo llegué ya hasta como a los diez años de edad, hasta El Gallo, y conozco Toro Muerto circunstancialmente, porque mi mamá iba a curar.
Me separé de ella porque siempre nos insistió a todos que estudiáramos. No me quería separar de mi mamá, yo no quería estudiar, pero me convencieron, que me iban a traer al cine y cosas así y me vine a Xochipala, de donde era mi mamá. A la edad de once años entré ahí a la Primaria. Dos de mis hermanos y yo nacimos en la ciudad de México. Cuando me gestan mis padres, mi papá no se ocupó de mí, los demás sí lo conocieron. Derivado de esa separación mi mamá se viene a Xochilapa y comenzamos a hacer el recorrido que ya te mencioné, de pueblo en pueblo y de campamento en campamento en los aserraderos. 
Me vine a Xochilapa y me quedé con mi abuelita materna, asistiendo dos años a la escuela ‘Vicente Guerrero’ de Xochipala, pero como tenía yo el sentido muy abierto, muy despierto, cursé el primer año con mucha facilidad, cursé también el segundo año y en dos años pasé de primero a tercero. Mis hermanos estudiaban aquí y me vine para Chilpancingo, a estudiar. Llegamos a la escuela ‘Fray Bartolomé de las Casas’, al cuarto año. Había una maestra que quedó muy grabada en mí, la maestra Aurora, que incluso cuando se construyó la escuela prestó su casa para que estudiáramos y yo, según, venía de haber cursado de primero a tercero en dos años, supuestamente traía buenos conocimientos. Recuerdo que una vez me dice la maestra Aurora en cuarto año: A ver, Portillo… ¿Yo maestra?... ¿Cuántos Portillos hay aquí?, porque era muy exigente, ella era de las maestras que pegaban, y dice: ¿De qué otro nombre se le conoce al abecedario? Le digo: analfabeto, maestra. Jajajaja, y me dice: El analfabeto eres tú. Siéntate bola de carne con ojos. Entonces me di cuenta que no sabía mucho de la escuela de donde yo venía y me puse a estudiar. Con el tiempo fui avanzando, me tocó después quinto año con la maestra Yolanda Carbajal. En sexto año fue mi maestro el profesor Félix Herrera Varela, me fui destacando en el estudio y me tocó incluso concursar entre los sextos años para ir a representar a la escuela a la zona que correspondía, para que el que saliera de ahí fuera a saludar al presidente de la república. Había dos compañeras muy estudiosas, María del Socorro López Bello, hija del profesor Bernardo López y Rafaela, una muchacha que tenía su mamá una fonda en el mercado ‘Baltazar R. Leyva Mancilla’, donde yo era abonado, ahí me fiaban la comida porque mi mamá se quedaba en la sierra y nosotros vivíamos solos aquí. El hecho es que el profesor Félix me preparó a conciencia y salí representando a la escuela a concursar y de entre los muchos que participaron me quedé en cuarto lugar y después me dijo mi maestro: Ni modo, amigo, no pudimos, pero demuéstrame que lo que te enseñé valió la pena. Terminé el sexto año, fui abanderado por las calificaciones. Siempre he estudiado y trabajado, en las vacaciones me iba de peón de albañil, me pagaban doce pesos. Anteriormente en Xochilapa tenía yo trece y me alquilé con una señora que vino a buscar quien trabajara como peón en San Carlos los Arcos, adelantito de Yautepec. En aquella época tenía yo unos trece años e iba a pastorear unos bueyes grandotes y luego me quedaba con el señor que sembraba y a veces me metía yo a la caña, junto con él, y abonábamos la caña con algo así como azúcar, era el producto que le echábamos, y al agarrarlo y meter las manos entre la caña me cortaba muchísimo. Era un ardor al principio, después uno se acostumbraba. Permanecía  dos meses, me pagan ciento cincuenta pesos al mes, dormía en el piso, pero a los dos meses me regresaba con muchas ansias y ese dinero, los trescientos pesos, se los entregaba íntegros a mi mamá, porque así nos acostumbró. Ya después, aquí en sexto año, la maestra Josefina Venegas de Apátiga que era la directora, muy estricta pero buena gente, me consiguió una beca del gobierno del estado, sesenta pesos al mes, y cuando iba a ingresar a la secundaria ‘Raymundo Abarca Alarcón’, se enfermó el conserje de la Fray, don Zeferino, y me pidió la directora de que si me podía hacer cargo, porque sabía que yo trabajaba, y le dije que sí: me pagaban cinco pesos al día. Era una escuela modelo y al fondo tenía un departamentito, una cocinita, una salita, como para que ahí viviera el conserje, y ahí vivía. Estudiaba en la ‘Raymundo Abarca Alarcón’ en la tarde. Los cinco pesos no me alcanzaban y buscaba otra manera de sobrevivir. En esa época me aboné con la señora Liboria que tenía su fonda en Allende y había muchos estudiantes. Lo que nos daban de comer era té de canela, huevo, tortillas y siempre andaba con hambre y con sueño. Hubo gente siempre muy importante que me ayudó y aprendí muchas cosas. Para ingresar a la escuela secundaria, porque ya no había cupo, me ayudó el profesor Javier Méndez Aponte. Entrábamos a estudiar en septiembre y al siguiente desfile participé con un equipo de Volibol. Un día fue la secretaria del director al salón donde me tocaba y nos juntaron como a cinco, fuimos a la dirección, sacaron el cardex y le dijo al director: Él. Y dije: ¿Yo qué hice? Y me dice: Amigo, tú vas a ser el abanderado de la escuela y lo fui casi por tres años”. (Continuará). 

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