viernes, 28 de febrero de 2014

COLUMNA

Los sentimientos de México 

Apolinar Castrejón Marino

Del 30 de marzo al 3 de junio de 2012 Enrique Peña firmó 266 compromisos de campaña, de los cuales ninguno ha cumplido. Fueron 34 días, a razón de 7.8 mentiras diarias. Todo un récord ¿No? 
Ya como Presidente de México, nos ha llenado de verborrea durante 450 días. Y para estas fechas, son bien conocidos los embustes que contienen sus discursos triunfalistas y fantasiosos, hasta por los mexicanos más atarantados. En lugar de avanzar en el combate al hambre, se ha descubierto la corrupción de los 3 niveles de gobierno en el manejo de fondos y de víveres en especie.
Su oratoria está basada en las arengas que pronunciaban los caciques y líderes charros priistas de hace 50 años, llenos de frases huecas y vanas como: “Venimos con respuestas, no con discursos”.  “No vengo a administrar México”. “Estamos detonando el desarrollo de México”. Su retórica del absurdo llega al insulto de nuestra inteligencia. Tome usted cualquier discurso y encontrará gran cantidad de disparates. Dice que va a hacer cumplir las leyes, ¿acaso no será obvio?

O como los 5 “ejes” de su Programa para rescatar Michoacán: En el primer eje dice que “Se impulsará la creación de pequeñas y medianas empresas, se facilitarán los créditos, capacitación y apoyos productivos para el crecimiento económico”. ¿No lo dijo antes Calderón, y antes Fox, y más antes Ernesto Zedillo? Y así, retrocediendo en la historia, llegaríamos hasta los primeros priístas que se dedicaron a dar “atole con el dedo” a nuestros compatriotas. 
Ahora que se habla de hacer una nueva constitución y de reformar leyes, reglamentos  y códigos, sería excelente hacer un nuevo cuerpo estatutario, pero que verdaderamente garantizara los derechos y libertades del pueblo.  Necesitamos leyes hechas por los ciudadanos y no por los “legisladores”, quienes llegan a las cámaras gracias a las trapacerías de algún partido político, y en reciprocidad, desde el poder se dedican a proponer y promulgar leyes para amparar los intereses de los ricos. 
También sería bueno tener leyes que castigaran a los gobernantes por decir mentiras y por armar obras teatrales con la “captura” de los delincuentes. Necesitamos leyes expeditas que castiguen especialmente a los gobernantes y funcionarios que se hagan cómplices de los criminales. Y debe haber penas máximas como el destierro y la pérdida de todos sus bienes, para los jueces y magistrados que corrompan sus juicios. 
No debe perderse de vista que “aquí nos tocó vivir” como dice Cristina Pacheco, y que las normas y leyes solo pueden ser obligatorias en la medida que sean conocidas por todos los ciudadanos, y que libremente y sin coacción, se comprometan a obedecerlas. Si no conocemos las leyes ¿Cómo vamos a obedecerlas? Si nos obligan y fuerzan a obedecer leyes que nos son contrarias, a la primera oportunidad vamos a quebrantarlas. 
La Constitución norteamericana está hecha por los norteamericanos. Al menos así lo dice su enunciado: “NOSOTROS, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de establecer Justicia, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, creamos y sancionamos esta CONSTITUCION para los Estados Unidos de América”. Fue instituida en 1787, y a la fecha tiene 27 enmiendas, o sea 27 mejoras. 
La Constitución Política de México fue promulgada el 5 de febrero de 1917, y a la fecha lleva más de 500 modificaciones o reformas, que son como parches y remiendos. Enrique Peña se ufana de ser quien más ha promovido modificaciones en lo que respecta a educación, hacienda y finanzas. Y están en marcha modificaciones a la Constitución en materia de telecomunicaciones, política, y energía. 
Tales reformas “estructurales” fueron “aprobadas” sin suficiente tiempo y sin debate público, por lo mismo, son fácilmente impugnadas, y entonces se van quedando atoradas y sin efecto. Quizá podría hacerse a Peña Nieto, lo que hacían los griegos a quienes proponían nuevas leyes; les ofrecían una soga para que se ahorcaran. Es que las leyes de los griegos habían sido dictadas por los mismos Dioses del Olimpo, y ningún mortal podía poner en duda su razón. 

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