jueves, 14 de agosto de 2014

ARTICULO

Idilio roto o ¿qué 
pasó con la papaya?

Esteban Mendoza Ramos


Hay amores ocultos en el viento o en medio de los verdes montes, denunciado por el dulce trinar de un jilguero o  el pecho amarillo de una calandria. Cualquier rincón de la inmensa tierra  guarda la esperanza para un corazón anhelante y con la pasión dispuesta. 

Así de convencida doña Amparo abordó el autobús en la caseta de Paso Morelos con rumbo a Cuernavaca. Venía de visitar a su madre en la cabecera municipal de Atenango del Río, por eso llevaba dos grandes bolsas de “mandado” repletas de exquisiteces de la región. Queso, crema, panecillos de maíz, tortillas, tamales de elote, cacahuates, semillas de calabaza y frijol recién cosechado, componían el manjar gastronómico. Hasta mero arriba de la bolsa más grande adornaba la preciosa carga una sabrosa papaya, lista para ser rebanada y consumida con avidez en un frugal desayuno.
Le costó trabajo encontrar al operador adecuado, porque no todos quieren llevar gente a los puntos intermedios, cuando su viaje es directo a la capital del país. El regordete chofer le vio algún atractivo a la simpática Amparo, además de pensar: “estamos de la misma rodada”. 
Abrió la puerta y la mujer subió su pesada carga. Se acomodó en el asiento destinado para los pasajeros de “casa”; es decir, choferes que se dirigen a trabajar o se van de descanso a sus hogares. 
La mujer no perdió el tiempo y en treinta segundos ya  había preguntado el nombre y la edad de su benefactor, el peso corporal no lo quiso saber, para no espantarse antes de tiempo.
Acto seguido contó en tres minutos su historia sentimental. Tuvo de marido, como “casa chica”, a un chofer de la veloz y mortal “Flecha Roja. Vivieron un romance efímero, porque aquel buen hombre murió pronto a causa de una imperdonable diabetes, sin embargo, le dejó un hijo y el gusto por los “reyes del volante”. 
Después de proporcionar su media filiación sentimental y sonreír de forma insinuante, se acomodó la falda y jaló hacia abajo la blusa, para dejar al descubierto esa perturbante hendidura formada por la caída de los senos, Amparo se lanzó a fondo. Me puedes visitar cuando quieras en Cuernavaca, vendo comida y si te gustan, te hago tortillitas a mano. Dio la dirección, teléfono celular, nombre completo y el menú cotidiano, pero también podría guisar el antojo que quisiera aquel mancebo sesentón. 
Siguieron riendo y charlando durante la hora y media de viaje. El conductor del autobús se emocionó tanto que por poquito un tráiler cervecero le vuela el espejo derecho, mientras trataba de archivar los datos de la dama en su teléfono móvil.
Todo era alegría y promesa de romance, ambientado musicalmente con canciones  melosas de “El Buki”; “No hay nada más difícil que vivir sin ti”, por ejemplo. Al entrar a la Ciudad de la Eterna Primavera, el destino regaló unos instantes más a los “tortolitos”, la vialidad se encontraba seriamente congestionada.  
Ya para entonces, Amparo viajaba pegadita al conductor, provocándole un incómodo sudor, pues sentía demasiado cerca las “bubis” de la relajada mujer. 
Por favor me  bajas en el entronque a “Civac”, para allá vivo, en Jiutepec; tomas abajito la “ruta 6” y te bajas en la esquina de la miscelánea  “Juquilita”, ahí pegadito está mi local. Abro desde la siete de la mañana y cierro a las seis de la tarde, pa’que sepas. 
El operador “espejeaba” seguido sobre su inquietante compañera. La “escaneó” desde la punta de los huaraches verde vinil, hasta los “chinos” revueltos de su cabellera. Se dijo: “le voy a entrar”.
Llegó el triste momento de la despedida, de la dolorosa separación temporal. Al salir de la curva, apareció el punto fatal.
Ahí estaba la rampa que conducía a la ruta del amor. El enorme vehículo se detuvo en el lugar indicado. Tan ensimismados venían con sus sueños vespertinos, que  perdieron de vista dónde y cómo viajaban las bolsas de Amparo. Las había colocado entre el primer escalón de la unidad y la puerta, por lo que al abrirse ésta, las bolsas brincaron primero y lejos. 
La más emocionada fue la papaya, que una vez en el asfalto, libre de ataduras, dando tres tumbos se echó a rodar por la bajada y muy pronto se perdió de vista. Cacahuates, pepitas y tamalitos fueron menos efusivos. Dispersos, permanecieron en el lugar que la inercia les asignó.
El prieto rostro de aquel “don Juan” de la carretera se tornó morado, al no soportar la pena causada por su insensatez. “ya valió madres”, murmuró. La mujer se encendió de ira. Tras unos segundos de azoro, recuperó el habla para lanzarle con la mirada tres dardos envenenados a su desdichado prospecto amoroso.
¡Mira nada más!, según tú querías ayudarme y ya me pusiste en la madre. Se bajó sin  agregar palabra y se puso a recoger lo salvable de toda aquella tragedia. 
Nunca sabremos el desenlace de aquel encuentro prometedor, al final frustrado a causa de la papaya peregrina. El idilio se rompió, la papaya se perdió y Amparo buscará una mejor oportunidad, pero renunciar al amor, ¡Jamás!

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