miércoles, 30 de marzo de 2016

COLUMNA

 ¿Diversion, o descanso?


Apolinar Castrejón Marino
Bueno, como continúan las vacaciones –para algunos– vamos a contarles un cuentecito: 
Un hombre entró a una zapatería, y un vendedor se le acercó amable:
¿En qué lo puedo servir, señor?
Quisiera un par de zapatos negros como los de la vidriera.
Cómo no, señor. ¿Qué número busca? ¿Debe ser... 41 verdad?

No, quiero un 39, por favor.
Disculpe, señor, hace veinte años que trabajo en esto y el número suyo debe ser 41, quizás 40, pero... no 39.
39 por favor.
Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos 39. 
El vendedor sacó de un cajón, ese extraño aparato que usan para medir pies. Se lo aplicó, y con satisfacción, dijo:
¿Vio? Como yo decía: ¡41!
Dígame ¿quién va a pagar los zapatos usted o yo?
Usted.
Bien, entonces ¿Tráigame un 39?
El vendedor, entre resignado y sorprendido, se fue a buscar los zapatos de número 39. En el camino, pensó con lógica: los zapatos no deben ser para él.
Señor, aquí los tiene: 39 negros.
¿Me da un calzador?
¿Se los va a poner?
Sí. Claro.
Son... ¿para usted?
¡Sí! ¿Me trae el calzador?
El calzador era imprescindible para conseguir hacer entrar ESE pie en ESE zapato. Después de varios intentos y de posiciones ridículas, el cliente consiguió meter el pie.
Luego, dificultosamente caminó algunos pasos entre hayes y gruñidos, sobre la alfombra.
Está bien. Los llevo.
El vendedor sintió dolor en sus propios pies, de sólo imaginar los dedos aplastados y retorcidos del hombre.
¿Se los envuelvo?
No, gracias. Los llevaré puestos.
El cliente salió del negocio y caminó, como pudo, las tres cuadras hacia su trabajo. Trabaja de cajero en un banco e inició su jornada. A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas parado, su cara estaba trastornada, tenía los labios babeantes, y escurrían lágrimas de sus ojos.
Su compañero, de la caja de al lado, lo había estado mirando toda la tarde, y un tanto preocupado, le preguntó:
¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
No. Son los zapatos.
¿Qué pasa con los zapatos?
Me aprietan. Son dos números más chicos que mi pie...
¿De quién son?
Míos.
No entiendo. ¿Por qué te los pusiste?
Te explico. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones, en realidad, en los últimos tiempos tengo muy pocos momentos agradables.
¿Y?
Yo me estoy matando con ellos. Sufro como un desgraciado. Pero dentro de unas horas, cuando termine de trabajar y llegue a mi casa y me los quite... ¿Te imaginas el placer?... ¡Qué placer!
Esto viene a cuento porque la gente acostumbra “salir de vacaciones” para relajarse, descansar y conocer lugares. Pero luego resulta que entre preparar las maletas, conseguir los boletos y emprender el viaje, transcurren prisas, presiones y sofocones.
Y una vez emprendido el vuelo, continúan los inconvenientes con las reservaciones, los horarios y los familiares fastidiosos: que no están arreglados a tiempo, que ya se aburrieron, que “a qué horas llegamos”, que quieren ir al baño, que “no tienen señal”, y “párele de contar”.
Si va de viaje en automóvil propio, las molestias son mayores: que si funciona el aire acondicionado, que cual es la mejor ruta, que si no les gusta la música. Y agréguele: que donde estacionarse, que si nos sigue una camioneta con los vidrios polarizados, que si las llantas tienen suficiente aire.
Viajar por avión también tiene serios inconvenientes: que si ya no hay cupo para las maletas, que si el chamaco de atrás va pateando el respaldo de su asiento y su ____ madre no le dice nada, que si el vuelo está retrasado. Como ve la diversión y el descansó al parecer están reñidos.

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