lunes, 23 de octubre de 2017

COLUMNA

COSMOS
Héctor CONTRERAS ORGANISTA
FUE UN 30 DE DICIEMBRE DE 1960
Hay veces que al pasar por la alameda “Granados Maldonado”, se siente aún cómo golpea en el rostro el frío vientecillo que corría por entre la arboleda en aquellas noches de diciembre de 1960, cuando con su bien timbrada voz, Jesús Araujo alentaba al pueblo a permanecer firmes en la lucha contra el gobierno nefasto que pisoteaba al pueblo, lo robaba y lo asesinaba por toda su geografía y se oponía, además, a crear una universidad dueña de su autonomía.
Ese pueblo de Guerrero, escuchaba con atención y respeto la voz del estudiante líder, como se escucha el Credo.
La población rodeaba el edificio docente y atento, a las nueve de la noche en punto, recibía por magnavoces el mensaje alentador que informaba en qué condiciones iba la
lucha estudiantil que se volvió popular, y por eso el pueblo cuidaba en veladas interminables a sus muchachos estudiantes que luchaban contra el nefasto gobierno del estado y se habían posesionado del edificio que fue la catedral del Colegio del Estado, pero años antes, del Instituto Literario...
Lucha, resistencia, fe, ideales, juventud y pueblo, balas y sangre, todo culminó el 30 de diciembre de 1960, a las tres de la tarde en ese lugar...
Tarde de violencia y duelo, de recoger muertos y atender heridos, de llorar la bestialidad uniformada con balacera a discreción y sufrir la impotencia al perder un ser querido...
El soldado apuntó el arma contra la mujer quien tirada en el suelo en la calle Zapata, llorando y gritando, abrazó el cadáver de su muchacho: Trataba de devolver la vida a su niño al que acariciaba con ternura. Era su hijo Salvador Serrano Moreno, quien cayó abatido: “¡Mátame mí también, si ya mataste a mi hijo!”, gritó al uniformado...
El soldado dejó de apuntar a la mujer a quien tenía en el próximo blanco. Levantó el rifle y se retiró del lugar.
Es posible que se haya dado cuenta que había asesinado a un niño.
Al día siguiente, el último día del año de 1960, al atardecer, el cortejo iba caminando lento por las calles de la capital del estado de Guerrero.
Luego de pasar por Santa María de la Asunción, Marianito Luna, el sacristán, hacía que doblaran las campanas jalando las reatas colocadas abajo del Laurel de la India, como para prologar la agonía del pueblo que lleno de lágrimas iba rumbo al panteón.
Los féretros de madera forrados de tela gris, uno tras otro iban en fila por las calles, arropados con un silencio imponente jamás repetido en la historia local.
Sólo la tierra de las calles emitía sonidos casi imperceptibles pero dolorosos que partían el alma cuando era rasgada por la suela de llanta de guaraches campesinos o calzado modesto de las mujeres, zapatos en los que iba el pueblo ya bajando para el camposanto.
Ese es el dolor y el llanto demoledor que aún baña el alma de los dolientes que un 30 de diciembre de 1960 fueron a levantar a sus muertos o a sus heridos en la alameda o en las calles de los alrededores...

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